No hace falta tener unas buenas parabólicas para escuchar las lindezas auditivas que nos brinda la gente.
Primero un coro histérico de PI PII PIIIII saluda a la ciudad.
Más tarde procuro no acercarme a un individuo que va soltando perlas tales como “¡Me cagüen sus muertos! ¡Me cagüen to' su raza!”
Luego me cruzo con otro que dice “Mira, guapa, qué móvil máh güeno veeendo; un Aifos (¿I-phone?)”
Un hombre ladra, un perro corre para coger el autobús... ¡Ah, no! Era al revés... ¿no?
Y entre toda esa enmarañada multitud yo camino disfrutando de una sonrisa. Sonrío porque me apetece pensar que soy la única que se fija en los demás viandantes aunque quizá nunca más los vaya a ver. Sonrío porque todavía hay niños ilusionados cubiertos con gorritos que les protegen del frío de enero que van triunfantes a hombros de sus padres (¡Inocentes críos!). Sonrío también porque hay parejas de ancianitos que pasean de la mano, quizá por mantener la estabilidad respecto del suelo o quizá, quiero creer, porque siguen enamorados.
Me resulta tan alucinante poder percibir todo eso, que si dejáramos a un lado cosas como el estrés, sería realmente agradable vivir en Madrid.
Además me estoy planteando hablar en voz alta por la calle, total, como nadie me conoce... ¿pensarán que estoy loca? Posiblemente, pero al instante se habrán olvidado de mí. (Esto como experimento me resultaría curioso, no es que esté mal de la cabeza. O a lo mejor sí, porque los dementes no admiten que lo son).
PD.: Sin embargo, Madrid por la noche no me gusta. La gente deja el agobio pero se desahoga de forma violenta...